Nanái invisible.


Este es un relato escrito a dos manos. Una de ellas, anónima.


Los hezhen (chino: 赫哲族; pinyin: Hèzhé zú) o nanái (ruso: нанайцы) son una minoría étnica que habita en la zona de Siberia en Rusia y en la provincia de Heilongjiang, en la República Popular China. La población es de unas 12.000 personas en Rusia y casi 6.000 en China, donde son una de las 56 minorías étnicas oficialmente reconocidas por el gobierno. En el templo de Tzu-Chi, la última promoción de monjes Nai enseñó una nueva forma de vida: la invisibilidad. Yo tuve el privilegio de ser su alumno; su último alumno.

Se dice que los monjes fueron reclutados por los servicios secretos rusos, los chinos o una asociación Internacional de servicios secretos, pero lo cierto es que no logré dominar la técnica por completo. Lo único que llegué a controlar fue la técnica denominada del “ángulo muerto”. Total, para ejercer de voyeur y crápula. 

 Esta técnica, que no es fácil, consiste en situarse en un punto desde el cual nadie puede verte. Suena absurdo, pero es así. El dominio de esta técnica requiere un entrenamiento largo y paciencia. Una conjunción que combina localizar el punto clave de la sala, habitación o recinto, un estado de inmovilidad total y el dominio absoluto de la respiración. 

Para mis aspiraciones voyeuristas el grado de complejidad ha sido menor. Mi modus operandi es el siguiente: localizar a una mujer deseable, que preferiblemente debe vivir sola. Si no, la cosa se complica, aunque si la mujer lo merece, cualquier esfuerzo de más es poco para recrearme con un cuerpo hermoso, ignorante de que alguien la está mirando. 

Voy a explicar el caso de Hermi una joven de 34 años, soltera, que trabaja en una empresa de ingeniería. Llegar a donde está le ha costado un gran esfuerzo, simplemente por el hecho de ser una mujer atractiva en un mundo básicamente masculino y muy competitivo. Pese a tener un amplio círculo de amistades y conocidos, es una persona solitaria pero previsible. Aunque sus horarios pueden llegar a ser muy variables, a las 21:00 ya está en casa. ¿De qué conozco a Hermi, os preguntaréis? 

La vi por primera vez hace dos meses. Yo estaba en una esquina, observando a los viandantes, como suelo hacer a menudo. Me gusta recrearme en imaginar cómo son sus vidas, sus anhelos, sus costumbres… Y llegó Hermi. Cargada con una bolsa bandolera, tejanos apretados y una simple camiseta blanca ajustada. La seguí un par de veces, haciendo lo que mejor se me da: ser invisible. 

Conseguí colarme en su casa y allí fui cambiando de ubicación hasta que encontré el mejor lugar: un rincón de su habitación. Ya he comentado que la técnica del ángulo muerto requiere una inmovilidad absoluta, pero oír cómo forcejeaba con las llaves en la cerradura de su apartamento hacían cambiar el ritmo de mi corazón y eso repercutía en mi capacidad para pasar desapercibido y ser invisible. 

Aun con la certeza de que era imposible que me viera, un leve cosquilleo de temor arañó mi estómago al pasar por delante de mí aquella noche. Aspiré profundamente y llené mis pulmones de su olor. Restos de desodorante, un dulzón aroma corporal y restos de un día agotador. Esas esencias llenaron el dormitorio, mis fosas nasales e inundaron mis pulmones de ansia. 

Se sentó en un extremo de la cama, probablemente en el lado en el que dormía. Se quitó los pendientes con parsimonia, a continuación el reloj, el colgante y las pulseras. Bostezó largamente y se ahuecó el cabello. Aún sin desvestirse, de dejó caer en la cama, estiró los brazos y suspiró profundamente. Se quedó así unos minutos, mirando al techo, inmóvil, quizá descargándose de malos pensamientos, quizá llenando su mente de la vida que en realidad le gustaría llevar. Su pecho ascendía y descendía suavemente, acompasado a un ritmo cada vez más hipnotizante. Suspiró. 

Volvió a incorporarse. Se descalzó de sus botines marrones de cremallera, y los dejó delicadamente al lado de la mesita. Los finos calcetines cayeron al suelo casi como una pluma y masajeó sus pies. La mirada, perdida. Una media sonrisa dibujada en su rostro. Hubiese pagado por saber qué pasaba por su cabeza. 

Mis pulsaciones iban aumentando despacio pero paulatinamente a medida que se desnudaba. Empezó por quitarse los pantalones. Dejó al descubierto unas piernas esbeltas, bien formadas y, desde yo me encontraba, aparentemente suaves y firmes. Al agacharse a recoger los pantalones del suelo entreví su ropa interior: unas braguitas negras de las que sobresalía un pequeño lacito y unas tiras que cubrían parte de su espalda baja. 

Me recreaba con cada movimiento de sus manos, que desabrochaban uno a uno los botones de su blusa negra. Luego, esas mismas manos depositaron la blusa cuidadosamente en una silla. Y yo, mientras tanto, me sentía cada vez más agitado. Las enseñanzas de mis maestros parecían estar sepultadas en algún lugar profundo de mi cerebro, porque cada vez pensaba con menos claridad. 

Hermi se pasó las manos por el cuello. Se la veía agotada. Agotada y agitada. Se giró hacia el espejo de su habitación y se contempló en él. Recorrió con la mirada su propio cuerpo y dejó escapar, de nuevo, una media sonrisa. Ahora las dos manos reposaban en su cuello y tapaba sus senos con los brazos. Giró de medio lado, miró su culo y, sorprendentemente, se dio un cachetazo mientras dejó escapar una pequeña carcajada. 

A estas alturas, desde mi rincón, empezaba a notar que no era dueño de mi cuerpo. Me notaba agitado. Mi respiración se estaba acelerando de tal manera que temía que Hermi la oyera. Por el contrario, cada vez la veía a ella más relajada, más segura. Pude recorrer con la mirada la curva de su espalda, sus perfectos hombros, una cintura tentadora, unas nalgas redondas y proporcionadas, unas caderas firmes. Deseaba que se diera la vuelta para verla de frente, pero ella seguía recreándose en su propio cuerpo, tan solo con un sujetador y las braguitas que ya había entrevisto cuando se deshizo de los pantalones. 

“¿Ahora, qué?”, me preguntaba yo… Hermi se desabrochó hábilmente el sujetador. Siempre me fascinó la habilidad de las mujeres de deshacerse de esa prenda, cuyo mecanismo siempre me ha costado tanto descifrar. Lo dejó caer al suelo y por un momento no supe donde poner mi atención. Pese a mi supuesto dominio de la invisibilidad, creí sentir mis piernas temblar. La visión del cuerpo semidesnudo de Hermi era mucho más perturbador de lo que había imaginado. 

Se dirigió hacia el baño, descalza, moviendo las caderas al ritmo de la música que había empezado a sonar sin saber yo muy bien de donde. No sabía si mirar su culo, su espalda, sus hombros, sus esbeltos brazos al son de la música o imaginar su vientre, sus pechos, su pubis aún oculto. Me sentía incómodo, alterado, asustado y atraído a la vez. Oí cómo del grifo empezaba a caer agua. Hermi estaba llenando la bañera. 

Notaba la presión pertinaz de mi pene que pedía huir de su prisión. Apretaba sin piedad dentro de mi pantalón, henchido. Sabía, sin embargo, que cualquier movimiento comprometería mi delicada situación y me sería imposible mantener mi invisibilidad. Mi grado de excitación era tal que cualquier movimiento podía convertirse en un orgasmo deseado pero temido al mismo tiempo. Por lo tanto, el siguiente paso era, muy lentamente, liberar el miembro oprimido para abandonar el roce de la ropa. 

Mientras, Hermi se introducía lentamente en la bañera. La visión de su desnudez, de sus pechos pequeños y firmes, sus pezones rosados y su cuerpo sembrado de pecas, hacía que la deseara cada vez con más avidez. 

Cuando al fín su cuerpo se adaptó a la forma de la bañera, apoyó la cabeza ladeada, entornó sus ojos y lentamente llevó su mano derecha hasta su preciada intimidad y se puso a jugar. Aproveché el momento en que sus ojos estaban cerrados para liberar mi falo e iniciar un juego masturbatorio. Sus gemidos amortiguaban el sonido de mi respiración agitada. Sus pezones iban cambiando de forma y color a medida que su excitación aumentaba de forma visible. Sus ojos se mantenían cerrados y mi mano agitaba mi verga, cada vez más dura, cada vez más llena de sangre, palpitando. 

Hermi se tocaba los pechos. El jabón hacía que sus manos resbalasen suavemente por encima de su piel mojada. Unos pequeños pellizcos en sus pezones la hacían gemir más profundamente. Su mano derecha iba bajando hacia su vientre y hacia su vulva. No podía dejar de imaginar los dedos en su clítoris, con movimientos circulares, sus dedos entrando en la vagina, la humedad de su cuerpo. Deseaba tocarla pero sabía que eso era imposible, lo cual me excitaba aún más. Hermi gemía y yo ahogaba mi propio placer con la mano izquierda sobre mi boca. 

La proximidad de mi orgasmo era cada vez mayor. Rozaba mi verga, la masajeaba, estiraba la piel de la misma cada vez más frenéticamente. Notaba que perdía el control, hasta que, intentando que mi respiración no fuera suficientemente audible, la leche abandonó mi cuerpo para caer encima de sus cabellos, parte en el agua, parte fuera. El blanco roto de mi semen contrastaba con el profundo pelirrojo de sus cabellos. 

El nivel de los gemidos de Hermi indicaba la proximidad inequívoca de su clímax. Y así fue, justo después de devolver mi polla exhausta a su guarida, unos gritos ahogados de placer dejaron también la borde de la extenuación a Hermi, quien abrió los ojos de repente, como presa de un sobresalto. 

Me quedé petrificado. Aún respirando entrecortadamente, sabía que debía huir, esconderme, desaparecer. Sin embargo, quedé hipnotizado por sus pechos, que sobresalían cadenciosamente del borde del agua. Su respiración era cada vez más calmada en contraste con la mía, azorada, agitada. La espuma del jabón no me dejaba ver completamente sus senos, erguidos, rosados. Nuestras miradas se encontraron. 

En aquel momento pude comprobar con estupefacción, a través de su mirada perdida, que Hermi era ciega, pero aún así era plenamente consciente de mi presencia. 

 “Tal vez estarías más cómodo tumbado en la cama” me dijo.

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